Uno se monta en un avión e intenta despegarse del país como un sticker con el precio de venta del objeto que marca. ¿Es el país la cosa y uno el costo, o viceversa?
Desde que llegué a Oxford, llevo dos días retratando bicis. Pienso en un pequeño conjunto de poemas con ilustraciones titulado “Bicis de Oxford.” La primera página, a manera de introducción, leería “los poemas no tienen nada que ver.”
Desde hace algún tiempo me anima mucho la idea de dejar de escribir. Pienso en otras formas de intervenir en los asuntos del mundo, como por ejemplo. ¿Es el mundo la cosa y el país el costo de reconocerse terrícola? Desde hace algún tiempo, mis poemas sólo tienen que ver con esta pregunta y escribirlos me lleva a querer despegarme cada vez más de la poesía y llenar el espacio que ocupan los poemas en mi vida con.
Las últimas fotos que tomé antes de desesperarme del país fueron de un campamento de desobediencia civil frente a la corte federal en Hato Rey. En ellas, una de las manifestantes se dirige al corrillo que desobedece y al corillo que le llega al lugar para ver qué está pasando/qué hace falta/ cómo podemos intervenir. ¿Cuánto del costo de la vida en el país se divide entre un corillo que se arriesga a ocupar un lugar y otro que le llega al lugar cuando se riega la voz de que el primer corillo está en riesgo?
La administración del tribunal interesa despegar a ambos corillos del lugar. A distancia me entero que los y las compas exigirán a cambio el fin del coloniaje. ¿Cuántos stickers no hay de eso en carros, libretas, cubículos, muros, zafacones? Y, sin embargo, no es hasta que uno ve los cuerpos marcados por la colonia desplazarse hacia lugares donde no pueden estar que uno se siente dispuesto a pagar el precio que sea para que la consigna más cursi y pendeja del mundo cobre relevancia en nuestras vidas.
Hay muchísimas bicis en Oxford. Tomarles fotos me distrae de pensar en cómo responder a la pregunta del país y su costo. Mi primera reacción es hacer del costo un poema. Así como del país. Y de aquellos cuerpos que se reconocen terrícolas en él y por ende exigen lo que resultaría imposible para un pequeño corillo de manifestantes lograr: despegarse del coloniaje/ aferrarse al país como un sticker/ llenar el espacio que ocupaba la colonia con.
Intento expresarme en oraciones completas pero mis pensamientos se riegan y lo que logro escribir marca sólo el punto de su fuga. Con intervenir me refiero a poner el cuerpo donde tenga que ver. Frente a una libreta o un muro o un zafacón. Entonces virar el zafacón o pintar el muro. ¿Es esto lo que está pasando? ¿Qué más hace falta? ¿Cómo puedo?

Creo que este tiempo tiene el riesgo de dejarnos sin poesía. La urgencia de la calle sola, los cuerpos en riesgo, la sensación de una tragedia inevitable que se acerca y nos pisa. Todo –y tanto más– parece emplazar la poesía. Yo me he dedicado a desvelarme con frecuencia y a tener uno que otro sueño que me salva del horror de estos días. Los segundos son poesía. No puedo vivir sin ellos. No puedo luchar sin ellos. No puedo poner mi cuerpo donde más haga falta ahora sin esos poemas de madrugada. No dejes de escribir. Por favor.
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Un abrazo. Desde mi bicicleta, que es otro modo de escribir.
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