– Beatriz Llenín-Figueroa
Como no sé escribir poesía, me pregunto cómo escribir. Cada vez que me planteo hacerlo sobre las más recientes atrocidades, me golpea el deseo de versos que me, que nos, salven. Versos-carne, versos-cuerpo, versos que no exijan ajustarse, adaptarse, adecuarse. Versos rebelados. Versos irreales. Versos-teatro. Versos-danza. Versos tan próximos al dolor más crudo que va por el nombre ‘realidad,’ que logren trocarla en belleza donde una pueda vivir. Con perritos y pajaritos y dos o tres personitas que no te van a matar.
He inventado cualquier pretexto, cualquiera, para no enterarme de las masacres en sus detalles. Febrilmente, me he obsesionado con proyectos extraviados: un tratamiento para la piel enferma de nuestro perro, pulir con una piedra un pedazo de cemento empañetado, pintar una pared, hacer listitas de tareas y materiales necesarios para completarlas (con una nota subrayada que lee “sujeto a tener trabajo”), sacarle brillo a los tiradores de los gabinetes. Cosas así. Por más de una semana, no había encendido la computadora, y con la gente cercana que amo no he hablado sobre el asunto, en el sentido desgarrado de hablar. Me metí en una cueva.
Entonces, desperté hoy al sol y recordé, descartando siempre a Platón, otras cuevas, las paleolíticas. En ellas, la especie de la que hemos derivado tanto víctimas como verdugxs se refugiaba para sobre/vivir las necesidades del cuerpo:
comer
dormir
pensar
conversar
amar
aprender
bailar
sentir miedo
estar sobrecogidxs
inventar lenguajes, poesía, teatro
que consignaran el pánico y la admiración
por la realidad
por el encuentro con la otra
por los cuerpos en movimiento a cuatro patas.
En las cuevas, desde los inicios, y contrario al actual sentido común, no se volteó la espalda a la realidad, sino que se la transformó en belleza, se inventó la utopía, la Arcosanti que ha sido nuestro pan, necesidad básica.
Ofrezco esta escritura torpe, insuficiente, limitada, en la pared de nuestra cueva, la de todxs lxs masacradxs en Xalapa y en Orlando, y la de lxs que temen, cada día, por su vida. Unimos nuestra sangre a la sangre colonizada de nuestros archipiélagos, que es la misma que la de todxs lxs que estaban primero, antes de la armadura, la casaca y la etiqueta; que es la misma que la de todas las mujeres descuartizadas; que es la misma que la de todas las especies asfixiadas; que es la misma que la de todxs lxs rarxs asesinadxs, quienes prueban, con su persistente gravitas, que no hay norma de civilización alguna que no esté escrita en muerte.
¡Suenan las campanas otra vez!
No son las de la iglesia.
Son las de la utopía.
