Una crisis de 18, 20 años

-Beatriz Llenín Figueroa

 

a mis estudiantes de ayer y de hoy

 

Todas las semanas –o casi– hay estudiantes que tiemblan frente a mí;

lloran;

se descompensan;

dan cantacitos en cualquier superficie que tengan cerca mientras me tratan de decir algo, lo que sea, que me quieren decir, pero no encuentran cómo y yo les digo que no lo tienen que hacer, que de veras yo no necesito ni quiero saber, pero me lo quieren decir de todas formas porque –intuyo– no tienen a quién más decírselo;

me explican que se ausentaron “por razones personales” mientras cambian nerviosamente la mirada, que se les ha llenado de agua;

me entregan excusas médicas con títulos de sicólogos o instituciones de atención siquiátrica;

me confiesan que padecen ataques de pánico;

descargan a borbotones que no pueden dormir, que no pueden comer, que tienen náuseas, que no saben qué hacer, que leen y no “me entra nada,” que tienen demasiadas responsabilidades, que no saben cómo combinar las presiones de la universidad con las de su familia y las propias, que les gusta la universidad y quieren estar en ella, pero que no pueden pagarla, que se tienen que dar de baja total;

me dicen que ya no pueden tomar pastillas para la ansiedad porque les hacían más daño que bien, o porque ya no las pueden pagar, o, en la alternativa, que las habían logrado dejar y ahora van a tener que volver a tomarlas;

me ripostan –al yo hacerles la sugerencia– que ya han ido a la oficina de servicios sicológicos de nuestro recinto de la UPR y que está tan lleno –y con tan poco personal– que no les pudieron atender, y que han vuelto, pero con el mismo resultado;

les recomiendo, cuando las demás opciones fallen, o en combinación con estas, si posible, que tomen melatonina, hierbas naturales como la valeriana o combinaciones en té, agua de azahar, las flores del rescue remedy; que vayan a la playa, hagan ejercicios, den largas caminatas, ganen la disciplina de la respiración consciente y profunda, como en la meditación, intenten una dieta lo más simple posible –arroz blanco pelao, pechuga de pollo a la plancha sin condimentos, sopas claras…–  mientras sientan que no pueden comer. O, cuando el motivo para no comer bien es que no les da el dinero, les recuerdo que pueden buscar alimento en Come Colegial e iniciativas parecidas, de por sí superadas por la demanda.

Tienen que encontrar el modo de comer y dormir, les insisto, porque no tienen más que esta cuerpa para cargarles, hasta que pasen, el dolor, la angustia, la ansiedad, el estrés, la depresión, la incertidumbre, la deuda, los dos trabajos, el cáncer propio o el de la madre, el padre o la hermana. Porque pasarán, les repito, como mantra para creerlo yo también; porque no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista; porque, como en la canción, “pasa, todo pasa,” y dichos por el estilo.

Por ahí se habla de “crisis de salud mental,” pero yo no quiero echar mano de ese discurso patologizante e individualizante ante estudiantes de 18, 20 años que se desmoronan frente a mí. ¡Se supone que tienen por delante la vida, la intensa y plena vida! No quiero hablarles de ese modo, además, porque sé que la crisis de salud mental en dramático aumento no sale de la nada, ni responde a mentes individuales que ahora se enferman más que antes por algún misterioso rasgo cerebral o por una debilidad congénita. Mas tengo la obligación ética de darles el ánimo que no encuentran en ningún sitio, de hacerles las recomendaciones de rigor, y de comunicarles la convicción de que podrán sobreponerse. Termino así, inevitablemente, invitándoles a ayudarse a sí mismes y, de ese modo, aunque sé que lo que les sucede no es un fenómeno individual, confirmo que todo está organizado para que las respuestas sean individuales.

Le he consultado al menos a diez colegas en los últimos meses sobre este alarmante escenario. Me confirman que no es solo mi percepción o experiencia singular. Me dicen que les está pasando igual. A razón de aproximadamente 100-120 estudiantes que atiende cada cual, teniendo carga docente completa en mi Recinto, esta muestra anecdótica proviene, entonces, de 1,000-1,200 estudiantes.

En un escenario de fragilidad tal, cualquiera –sea un individuo, una institución o un ambiente alimentado por las redes– logra desenfocar frente a sus ojos de 18, 20 años a los enemigos grandotes, verdaderos, y, cuchillo en boca –tal vez en algo vinculado a vulnerabilidades propias–, montar las cuadrillas en pos de despedazarnos por dentro, mientras el enemigo grandote, verdadero, ríe.

Cuando miro a mis estudiantes de 18, 20 años voltearse y caminar hasta perderse luego de cualquiera de estos intercambios, yo, a mi vez sobreexplotada de trabajo y de angustia, también siento que me sobrecoge el temblor,

el llanto,

la descompensación,

los cantacitos

y las náuseas.

¿Cómo no? Si constato semanalmente que tenemos la crisis encarnada en las maltrechas pieles de nuestra gente de 18, 20 años,

mientras aspiro a convencerles de que la literatura y el arte valen la pena,

y de que estudiar las civilizaciones amerindias es importante,

y de que el pensamiento filosófico y teórico es imprescindible,

y de que imaginar –y crear– otros mundos es posible.

Muchas –¡tantas!– veces me miran como si me creyeran. Más bien, quisieran con toda la intensidad de sus afectos y de su capacidad intelectual creerme, pero no pueden.

No pueden, aunque quieran, porque quienes mandan con su monopolio de chavos, “éxito” y glamour, les dicen que dejen el show, que pueden –y hasta deben, para que “se hagan hombres y mujeres decentes”– vivir con $7.25 para pagar cada vez más por el crédito, la luz, la gasolina, el hospedaje, la comida y las pastillas o el rescue remedy que, de todas formas, no les compensan el dolor por el presente y el pánico por el futuro. No pueden, aunque quieran, porque quienes mandan con su monopolio de chavos, “éxito” y glamour son unos poquititos que solo podrán mantener sus chavos, su “éxito” y su glamour si las vidas de les más importan menos. O nada.

Y, aun así, ¡aun así!, son muchas de esas mismas pieles vulneradas las que salen a “dar candela a Fortaleza” mientras los “gerenciales” de la UPR les continúan abandonando. Si estos últimos creen que les creemos, se equivocan. Vemos a leguas su tinglado. Los recortes –todos– estaban ahí desde hace años. Las ganas de achicar la universidad pública (mediante aumentos de matrícula, congelación de plazas y cierres de programas y recintos), también. Las múltiples propuestas alternas, ofrecidas por la comunidad universitaria, por igual ignoradas. Si salimos a la calle es porque los modos en que semanalmente nos rompen no acaban de lograr, por más que lo intentan, amilanar nuestra dignidad. Si salimos a la calle es porque es allí donde constatamos que el rescue remedyes colectivo, y las flores son las del encuentro.

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Vueltabajo en presentación de cosmogonías y otras sales de carmen r. marín

 

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