-Beatriz Llenín Figueroa
A las estudiantes, libres en nuestra biblioteca
La cacería de machos –que no de brujas– culminó. En todo el planeta, yacen muertos. Indefectiblemente muertos.
Muchos cadáveres muestran signos de lo que haría cualquier cacería: golpes, pedradas, balazos, machetazos, puñetazos, escupitajos, decapitaciones, castraciones, quemaduras. Francamente, son nimios si se considera que los muertos habían estado matando por cinco mil años. De todos modos, la principal causa de muerte es la acechante idea que los demás cuerpos vivos no pertenecen a los machos. Esta idea, asesina de machos como ningún arma, se regó como un virus incontrolable y letal. A los machos, uno tras otro, tras otro, tras otro, se les desataban convulsiones de certera muerte de tan solo escucharla. Ni los zarpazos a las moscas son tan efectivos como el enfrentamiento de los machos, aun si momentáneo, con semejante premisa.
Quien lea este testimonio no debe albergar esperanza alguna de las por hollywood mercadeadas. Ninguno se levantó de entre los muertos. No hay película apocalíptica big budget que pueda contar jamás esta cacería, pues no sobrevivió un solo macho para salvarnos. Es de ellos que, siempre, hemos tenido que salvarnos.
Usted –que, desde luego, no es macho– solo cuenta con este testimonio. Y con millares de otros parecidos. Esto quiere decir que usted solo conocerá la historia de la cacería por virtud de testimonios escritos, no por sus sobrevivientes, sino por sus ejecutoras.
Las ejecutoras nos hacemos llamar “mujeres,” aun cuando ninguna lo somos según la definición que a ese concepto le dio el viejo –y ahora extinto– lenguaje de los machos. Con “patos” y “patas” pasó lo mismo. Las cuerpas libres nos apropiamos de los nombres del oprobio y ahora los usamos en función de nuestras propias definiciones. Sabemos bien del poder de nombrar. Y sabemos también que no hay nombre de cuerpas acribilladas por cinco mil años que no merezca nuestro amor, que es lo mismo que decir, la permanencia en vida.
De la espesa sangre derramada de los machos –no miento, aunque sé que será muy difícil de creer–, saltan sin cesar signos y símbolos en innumerables idiomas, por lo que nos tomará muchísimo tiempo descifrar y traducir los contenidos. Aun así, habrá que reconciliarse con miles de misterios, pues ya se comenta que emergen signos y símbolos en una cantidad indeterminada de idiomas hasta ahora desconocidos. Íntimos secretos. Palabras del encierro. Lenguas submarinas.
En el barrio desde donde escribo estas líneas, hemos podido decodificar algo de lo que brota. Por ejemplo, un trozo de lo aparecido tras nuestros esfuerzos del día de ayer lee:
“The crazy fourteen-generation genealogy given in the New Testament’s Gospel According to Matthew goes from Abraham to Joseph (without noticing that God and not Joseph is supposed to be the father of Jesus). The Tree of Jesse –a sort of totem pole of Jesus’s patrilineage as given in Matthew– was represented in stained glass and other medieval art and is said to be the ancestor of the family tree. Thus coherence –of patriarchy, of ancestry, of narrative– is made by erasure and exclusion.” (Rebecca Solnit)
Tal parece que la biblioteca universal de las mujeres, las incoherentes ancestras nuestras, está siendo, por fin, revelada.
Nosotras tenemos la vida entera para leerla.
