-Joel Cintrón Arbasetti

En  este barrio es normal que la gente esté por el piso.

No pasa nada, toman la siesta al aire libre, bajo el sol, usando como cama la acera.

Por ejemplo, allí está la mujer negra, la flaca huesuda, la tartamuda que entra a la librería de cristal a pedir pesetas; ahora duerme, profunda, con las piernas cruzadas, un brazo debajo de la cabeza de almohada, espuma blanca burbujeando entre labios.

¿Qué sueña, a esta hora?, bajo el sol, tan cerca y tan lejos de la playa, ante los ojos, despavoridos, de un edificio vacío de tres pisos.

Su cuerpo es un horizonte que corta la verticalidad de la acera. Transeúnte alguno debe atreverse a saltarla. Uno se echa hacia el lado y bordea sus pies sucios, caminando por la      carretera.

¿Cómo se sentirá el cemento respecto a la carne y el sudor? ¿Cómo se sentirá un hogar reposeido, frente a un cuerpo abandonado?

Un tipo duerme sentado, al otro lado de la carretera, debajo del semáforo que habla. Tiene nalgas de acera, el mahón roto, las manos llenas de polvillo blanco de jornada obrera. Duerme y balbucea.

¿Estará hablando, en la playa, con la mujer que duerme en el piso al otro lado de la carretera?

Una noche, frente a mi casa, un hombre se echó sobre el bonete de un carro cualquiera, los ojos cerrados, los brazos abiertos como un cristo crucificado, como una estrella que sangra por la boca.

Lo di por muerto, me resguardé detrás del portón, no fuera a ser que su asesino andara al acecho, que si él quería matarlo mi intento de ayudarlo podía resultarle ofensivo.

Marqué el 911. La vecina ya había marcado. Pero nada. La ambulancia tardó tanto que el muerto salió caminando, sangrando por la boca, tambaleándose, antes de tocar el piso, frente a la gasolinera.

“De ahí se lo llevaron al Hospital Pavía”, me dijo El cojo, quien tiene una cama de cemento de acera, debajo del puente, detrás de la parada de guagua, la Fernández Juntos, T-9, etcétera.

Pero entre todos hay quienes se resisten a andar por el piso, y entonces andan en una silla de ruedas.