nueva york

-Joel Cintrón Arbasetti

Nueva York, 8 de noviembre de 2016

Esa noche soñamos con Donald Trump.

A las 2:30 de la tarde, una veinteañera va de pie sosteniendo una bicicleta y mirando el celular en el tren de la línea L, de Brooklyn a Manhattan. El pelo negro, ojos oscuros achinados, la piel marrón. Viste un jacket de mahón azul con un pin de Hillary Clinton, grande, en el bolsillo izquierdo; la única seña electoral en este vagón. Frente a ella un hombre de pelo blanco y piel blanca arrugada, va de pie leyendo el libro Killing Reagan: The Violent Assault That Changed a Presidency, de Bill O’Reilly y Martin Dugard. El libro trata sobre un atentado de asesinato en contra de Reagan en 1981. Wikipedia dice que ese libro es el quinto de la serie Killing, que incluye los títulos Killing Lincoln, Killing Kennedy, Killing Jesus, Killing Patton. Cuando Obama ganó la presidencia, muchas voces de la conspiranoia pensaban que sería posible escribir un libro que se llamara Killing Obama, partiendo de la teoría de que la furia blanca se volcaría sobre un presidente negro; ahora me pregunto si alguna vez podrá escribirse un libro que se llame Killing Trump.

Íbamos en dirección a Time Square, en busca de ambiente eleccionario. Llegamos poco después de las 3:00 p.m.

Al subir la escalera del metro, nos recibió una pantalla gigante con un anuncio del banco Chase: una imagen de un soldado de la Fuerza Aérea estadounidense, sobre el que intermitentemente aparecía la frase “deserves our sincere thanks”. En la esquina de la Broadway con la 42, activistas de la SEIU hacían su último esfuerzo por convocar electores a favor de Hillary al ritmo del coro “Hillary, Hillary, please vote…”. Un hombre negro en gabán da un discurso junto a un cartel que lee “Juntos se puede” sobre una foto de Hillary. El letrero de la tienda H&M que está de fondo parece una corona gigante sobre la cabeza del hombre que da el discurso. Times Square es el espacio de la imagen que reduce a los cuerpos a mera decoración.

Una activista negra de la SEIU que reparte panfletos dice que tienen hasta las 9 p.m para votar. No sabe, aún, que su esfuerzo será en vano, que el sindicato no recuperará la inversión que hizo en la candidata demócrata.

Hillary, Hillary, please vote…

Hillary, Hillary, please vote…

Un dúo de jóvenes blancos se acerca al círculo que han formado varios sindicalistas de la SEIU. Uno de ellos lleva una chaqueta militar y el otro, gordo, lleva un gabán negro y una careta de Trump. Hay intercambios verbales con los sindicalistas, pero los “pro Trump” mantienen el tono bajo y una actitud jovial que hace pensar que se trata, más que de un apoyo sincero al magnate, de una parodia o de una auto burla.

Times Square está bien lleno.

Hay policía militarizada, con cascos, chalecos antibalas y armas largas, hablando español, y turistas que se toman fotos con ellos; con la bandera estadounidense proyectada en una pantalla de fondo. En una intersección, había policías colocando vallas antimotín sin ningún sentido. Le pregunto a uno, blanco, si esperan alguna protesta, I don’t know, you maybe know better than me, responde, tal vez por mi cara de turba.

De repente aparecen decenas de chinos, uno de ellos va pintado de rojo simulando sangre, se tira al piso, el grupo que lo sigue le tira panfletos encima; un performance, una manifestación contra el gobierno de China, por la falta de democracia, en medio de Time Square, en la ciudad principal de un país donde la ciudadanía no elige a su presidente directamente y donde los partidos o candidatos alternativos no pueden participar en los debates electorales de televisión, entre otras cosas, muchas cosas.

Un negro vestido con gabán y pantalón estampado con matas de mariguana pregonando la legalización, el tipo disfrazado de Trump va por ahí haciendo estupideces, una mujer disfrazada con traje de diablo y careta de Trump cargando un pedazo de cartón que lee “Don’t let me grab America by the pussy”, un estudio de televisión en el medio de la calle, una caseta de la agencia Reuters en una esquina, una mujer con una careta de V for Vendetta tirada en el piso pidiendo limosna, turistas perdidos y nosotros; tú y yo, espías morbosos, voyeristas del espectáculo, tomando fotos, simulando, disimulando, sumergidos en el tumulto de imágenes y la apoteosis de cuerpos líquidos sin destino aparente, esperando lo peor, sin saber qué iba a pasar, pero sabiendo que cualquier cosa que pasara iba a ser mala. Cae la tarde.

This Country is without hope

-Jean Baudrillard

America

En un restaurante de la avenida Bedford en Williamsburg, ya de noche, el televisor que está a lo alto en el fondo de la barra muestra los primeros resultados de las elecciones. El restaurante está vacío, la bartender, cajera, mesera, nos atiende y luego se va conversar con el único ocupante de la barra. De fondo suena la voz áspera de Louis Armstrong mientras en el televisor el mapa de Estados Unidos se va pintando de rojo; hay cuadros de pintura abstracta minimalista en las paredes de ladrillo blanco del restaurante, mesas de madera, luz baja.

Trump: 53% en New Hampshire, 78% en Kentucky…

Louis Armstrong sigue cantando, la voz suave pero contundente se filtra entre los cristales de la botella y el vaso, entre el plato y el tenedor, entre nuestras palabras. Armstrong, negro, nació en Nueva Orleans, donde Trump sacó 58.1% y Hillary 38.4%, y murió en Nueva York.

En la barra, que está a nuestro lado, la conversación va subiendo de tono según el mapa se va pintando de rojo. El tipo de la barra, que ahora es otro, comienza a acusar a la bartender de conspiracionista por votar por los verdes o por algún tercer candidato y no por Hillary, o por la razón de ella para no votarle a favor: los donativos de Citigroup y algo que leyó en Wikileaks. Luego hay todo un enredo en la conversación ajena pero demasiado cercana y pertinente como para no prestarle atención. Hay contradicciones, algo de violencia, pero sobre todo se siente la ansiedad de un hombre blanco de Nueva York y una mujer blanca de Nueva York, probablemente de aquí mismo, de Williamsburg o de alguna parte de Brooklyn -tan lejos del sur, del este, del centro o del Midwest- ante la realidad que se va dibujando en la pantalla.

Al principio ella permanence más tranquila que él, pero de repente apaga la música y sube el volumen del televisor. La voz de Armstrong silenciada. “Incredible”, dice el hombre, de unos 35 años, igual que ella. Pero hay algo más en esto, no solo es increíble, sino que hay algo de irreal, es como si un programa de televisión de sátira política con toques distópicos se estuviese poco a poco apoderando de la realidad, o como si la tele nos succionara y obligara a vivir irremediablemente dentro de un show del que no controlamos el libreto. Aunque es temprano, faltan muchos colegios por contar, hay “esperanza”, nos decimos, sin ganas.

¿Pero acaso no es esta la esperanza más agria, humillante y derrotista que pueda haber?, la de que gane la candidata del Partido Demócrata, Hillary Clinton, una esperanza que avergüenza aun cuando uno no la alberga realmente. Ante este panorama tétrico, lo que se siente en el fondo es la tentación de querer que gane Trump para que todo se haga por fin evidente, solo por ver qué pasa (la seducción del apocalipsis) o para que no haya más excusas para no hacer nada. En fin, el morbo de ver cómo todo se va a la mierda de una vez.

Este sentimiento debe de ser posible solo desde una posición de relativo privilegio, cuando no se es inmigrante con documentos que no valen nada aquí, cuando no se es negro en una ciudad (desierto) estadounidense, cuando no se es mujer que vive aquí y cuando se alberga otra esperanza que es tal vez tan ridícula como la de que gane Hillary, la esperanza en el caos, la de que el ascenso de Trump y el llamado neo fascismo será tan fuerte que la respuesta será inevitablemente igual de contundente. Sobre esto último no hay certeza, solo deseo y voluntad.

No hay “crisis” alguna de la que haría falta salir, hay una guerra que nos es crucial ganar -Comité invisible

A nuestros amigos

La cosa va tomando forma en otro televisor, un Apple TV de un apartamento de Bushwick, un área industrial, o más bien, posindustrial, en plena gentrificación, donde estructuras de la producción pesada han sido transformadas en estos loft de $1,800 mensuales aledaños a estructuras similares que en vez de viviendas son depósitos de basura, donde los camiones entran y salen hasta altas horas de la noche dejando el hedor del lixiviado por todo el bloque que cruzan campantes las ratas, y donde la cama vibra al pasar del tren subterráneo.

Afuera, de noche, con la temperatura por debajo de los 60, en las calles cercanas a la avenida Varick de este barrio de la parte noreste de Brooklyn, se siente el aura de desierto urbano que describe Baudrillard en su diario de América, una desolación extraña que contrasta con la seguridad que se siente al caminar. Nada malo puede pasar en esta ciudad, todo está meticulosamente controlado o al menos diseñado para crear esa ilusión.

Adentro, en el loft, para el que hay que pasar cuatro puertas con llaves antes de entrar, uno se siente como en un bunker cuyo interior fue decorado a la imagen de una revista de interiores o de fotos de pinterest, asistido por tecnologías livianas, como este vaporizador recargable vía USB para quemar el THC que me ayuda a bregar con lo que se dibuja en el Apple TV: un mapa estadounidense rojo, un negro con una gorra roja que lee Make America Great Again, una mujer blanca que dice que lo que dijo Trump sobre las mujeres no importa porque lo dijo en privado, un baby boomer blanco que dice que votó por Trump porque Trump no es político, yuppies blancos celebrando, mujeres llorando y yo pensando si debo ir al bar más cercano, que estaba lleno de gente también mirando una pantalla, otros en las mesas conversando, otros en la barra, todos y todas sumergidos en un vaho blanco de incredulidad ante el choque con la realidad de la que por tanto tiempo han estado desconectados, que “America” no es Brooklyn y viceversa, que el New York Times y demás medios de comunicación liberalitos no son un reflejo del país sino una proyección metropolitana que ahora queda al descubierto como una mera ilusión.

El televisor de la casa logra absorberme junto al THC vaporizado, no salgo, me quedo como derritiéndome en el asiento de cuero. No logro llegar a la parte del show donde Trump tendrá que aceptar su victoria, no logro escuchar en vivo sus primeras palabras, me voy a la cama y por la mañana confirmo que esa noche no fui el único que soñó con Trump.

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Por Maidelise Ríos Medina

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