-Ariadna Godreau Aubert
Alexandra Lúgaro celebrará su cierre de campaña en la Calle Cerra. Allí será tan foránea como los letreritos del distrito artístico de Santurce o como los colores neones en las paredes agrietadas de un domingo cualquiera a las 7:30 de la mañana. Anunció su actividad con un video lleno de imágenes de Santurce. Digo Santurce y quiero decir ese Santurce fantástico que han ido pintando sobre la pobreza, los abandonos, la suciedad. El video es en ese Santurce y está lleno de colores brillantes. Había tanta luz que no supe nunca si había sonido. Me parece que sí. Regresé tarde a la casa – de Santurce, del de colores- y ya para entonces la cosa era la trinchera del coger pon, la politiquería, la propiedad privada, el respeto y los chavos. Y el arte. La cosa también era, o principalmente quiso ser, del arte. En Santurce.
Santurce – y en especial la Calle Cerra- no es de mucha gente. No es de las comunidades que han vivido ahí desde siempre ni de las que ha ido trayendo el mar y la pobreza. A esas se les ha ido quitando con la expropiación, el desplazamiento, la bullanguería del estorbo público y el jolgorio de la repartición. Santurce tampoco es de los nuevos negocios ni de la juventud que parece que llega para quedarse o para llevarse (a veces da lo mismo). Santurce tampoco es de Santurce es Ley ni de los artistas ni del municipio ni del gobierno ni de la candidata. Santurce no es del pueblo. Y sin embargo: lo es. Necesariamente tendría que serlo: de todos y todas, aunque no en partes iguales ni con el mismo derecho. Responder a quién le toca decidir es una práctica política y artística también.
La ley nunca es nuestra y sin embargo, el discurso sobre lo legítimo y lo ilegítimo es inescapable. Respecto a la legitimidad – no en virtud de lo que dice la ley, que nunca es nuestra, sino en términos de la función del arte- es urgente denunciar cuándo se coge pon, cuándo se blanquea un significante de procesos de lucha o autogestión, cuándo se comodifica un trabajo que se quiso fuera otra cosa, a denunciar cuando se apropian de las ideas de una persona para hacer otra cosa. Pero de ahí a exigir remuneración, utilizando como zapata los derechos de autor, hay una distancia considerable. Tan terrible es abrogarse el trabajo de otros y otras como reclamar para sí los espacios de todos y todas.
Alexandra Lúgaro es una candidata, claro, y podríamos decir tanto sobre su privilegio y su posición. Pero al final, su mensaje es uno político. Es tan político como el nuestro cuando compartimos la puerta pintada con la bandera del País – intervenida, de hecho- para decir que #seacabaronlaspromesas o como el que gritamos con nuestros cuerpos desnudos frente al mural – intervenido, también- contra la violencia de género. Nos resultaría impensable cobrarle a cualquier grupo de activistas por convocar a una actividad ante un mural o a un grupo comunitario que llama a la acción política a partir de un retrato pintado en la pared. En la página de Santurce es Ley alguien escribe sobre la gente que nos ha fallado y las promesas no cumplidas. Imagino que ésta es la gente que no puede usar el mural. Hay un mensaje bueno y uno malo. Una gente que podría y otra que no. Y así, aunque ahora parezca que está de nuestro lado, se van trazando las líneas de filosofías privatizadoras del espacio público. Tú sí. Tí no. Decía al inicio que responder a quién le toca decidir es una práctica política y artística también.
Alexandra Lúgaro es piedra en el zapato para muchos. Razones sobran para la lucha, coincido: neoliberal, privatizadora. Pero hay algo más que se cocina en cuartos oscuros y en el prime time también, tanto a la derecha como a la izquierda del espectro: Alexandra Lúgaro ha logrado agrupar a quienes no se habían sentido convocadas jamás. De ahí que en medio de la partidocracia, en un sistema que busca impedir nuevos partidos y candidaturas independientes, Lúgaro haya pasado de ser chiste a enemigo común del PPDPPTPIP. Esta no es esa columna pero aquí también lo puedo decir: hay algo tan macharrán en tanto bashing a la Lúgaro y a «lugaroides». Yo la miro y creo ver lo que pasa ahí. Debe ser esa insolencia, esa belleza, que es una cosa que pasa con fichas si se es potencial Primera Dama, pero en una candidata a la gobernación, jamás: chamaquita, quítate. Y ella sigue ahí, sin quitarse. Chamaquita.
A Santurce es Ley siempre digo que no voy, aunque termino yendo. Igual me pasó hace poco con Santurce Pop y, si me dejo, en algunas semanas me compro mi camisita de Santurce Yogi. Una quiere pertenecer a algo que la llame desde la otra acera, con colores brillantes, maderas pulidas, lucecitas colgantes y matitas de esas que crecen en tiestitos de cemento. Vente. Y a veces voy. Y me lo gozo. Y al momento me come la cabeza el contraste entre tanta pared/local/café brillante y la miseria que se adivina desde adentro. Pienso en aquella redada masiva de trabajadoras sexuales que hace un año casi coincidía con el inicio de SEL y en cómo me obsesionó la coincidencia entre arreglar una calle y limpiarla también. En Santurce, fuera de las fiestas y de los cristales, hay un silencio que hiere por lo inducido. Es una tristeza jodía que se le mete a una en el pecho y crece como un alambre de púas. Y una quiere salir corriendo a la ciudad, sin saber a dónde queda eso y sabiendas de que nada, ni el arte, puede abrir la puerta al otro lado. Aunque nos la dibujen al frente, de nuestro tamaño, con una perilla que casi se salta de la pared para decirte tócame, gírame, abre. Ese encierro silencioso y sucio no es culpa de los artistas. Tampoco de la política, en su sentido más amplio. Sin embargo, habría tanto que decir.
Por ahora, diría lo siguiente:
Hay muchas formas de tomar una calle. Hay muchos momentos en que el consentimiento importa. Hay muchos trabajos, propio de una o de varias, que se venden porque costaron. Hay muchos espacios públicos que han sido utilizados, saqueados, arreglados, curados, sin por esto pasar a ser de nadie. Ningún lugar es sagrado – aunque para mí lo sea-. Ningún nombre es sagrado – aunque para mí lo sea. Ningún trabajo es sagrado- aunque para mí lo sea.
El arte público es público, apuesta a la intervención, al diálogo, a la apropiación también. El intento de apropiación puede ser a su vez intervención y razón de debate. Desde aquí podemos elegir entre combatir y resignificar o cobrar. Con lo primero, regresamos a la calle. En la segunda, nos vamos al museo, pagamos la entrada y pasamos la tarde tomándonos fotos sin flash.
Si todo fuera arte – al estilo de la meca del arte contemporáneo en Puerto Rico- y todo arte fuera sagrado/privado/guardado, entonces por dónde andar, en qué lugar encontrarnos, a qué pared arrimarse, a quién le tocaría decidir.
