áreas naturales protegidas

– Javier Román-Nieves

Con esta entrega hacemos una pausa de la serie de columnas sobre la ideología hegemónica del Estado Libre Asociado, para dedicarle unas palabras a las Áreas Naturales Protegidas de Puerto Rico y a quienes trabajan en estas.

La conservación no está yendo a ninguna parte porque no es compatible con nuestro concepto Abrahámico de la tierra. Abusamos de la tierra porque la consideramos una comodidad que nos pertenece. Cuando veamos la tierra como una comunidad a la que pertenecemos, podremos empezar a usarla con amor y respeto.

A. Leopold

La ecología social está basada en la convicción de que casi todos nuestros problemas ecológicos actuales se originan de problemas sociales profundamente enraizados. Se deduce de esta visión que los problemas ecológicos no pueden ser entendidos, ni mucho menos resueltos, sin un entendimiento cuidadoso de nuestra sociedad existente y de las irracionalidades que la dominan.

M. Bookchin

(1)

Nuestra muerte es certera y con cada día que pasa corremos tras las horas para sobrevivir al final del mes. El tiempo, mantenido antes por los campanarios de las iglesias, después por los silbidos de las haciendas, el reloj digital de los bancos y ahora por los amos del universo que dividen los mapas en hexágonos para las torres de nuestros celulares, pasa; como también han pasado y pasarán los tiempos de esos reinos.

Cinco, seis o siete días a la semana, pasa también ese corre y corre desesperado sobre el asfalto o el cemento. Encerrados entre el cristal y cuatro gomas, presos del suero radial, peregrinamos a la gasolinera, a la escuela, al supermercado y a la farmacia por todo lo que faltó, en ese ritmo forzado por la falsa escasez y la mezquindad que maneja nuestra aristocracia.

En medio de esta garata, algunas personas tienen el privilegio de llegar a trabajar, no al espacio vacío del cubículo, no al falso horizonte del mostrador, ni a la ventana de servicio o la línea de ensamblaje de comida, sino a las áreas naturales protegidas. Son cuidadores, guías, intérpretes, investigadoras, voluntarias, guardianes y veladores de todo lo vivo y que escapa de nuestra carrera a la muerte.

Día a día ven amaneceres o atardeceres por los que otros tienen que esperar al fin de semana o por la vacación. Ven el drama continuo de nuestros cielos, soportan el sol despiadado del medio día y esperan que pasen los aguaceros mientras se reportan a sus seres queridos por el celular. En esos paisajes pasan las cosas a las que a les cantaron nuestros escritores desde siempre, autores de himnos y novelas, tejedores de versos inmortales que aún se repiten en las escuelas o se pintan en murales.

Escuchan las voces de las mañanas y las tardes, ven el paso de las temporadas y sus aves, de las jueyadas y las cobadas, de los careyes y los tinglares en sus ires y venires milenarios, de la yaboa venerada por los taínos que aún puebla la noche como un fantasma, o la florecida de la reina de las flores, la ceiba o el flamboyán; el grito alto del guaraguao que avista su presa, el pitillo del juí, el sonsonete de la reina mora o el coro de las cigarras que les abren la sinfonía a los coquíes, anfibios e insectos de la noche iluminada, con suerte, por la luz de los cucubanos bajo las estrellas.

Este es el soundtrack de su trabajo, estación radial eterna que es solo interrumpida por las máquinas con que abren la entrada al resto de los mortales—nosotros—quienes buscamos, desesperadamente y sin saberlo, el acceso a ese pan de tierra, a esa muestra de la infinidad que custodian, dando paso a probar un poquito del sabor del tiempo. En sus manos está el sentido de la vida de donde nos tocó nacer.

(2)

Por años tuve un sueño recurrente donde, a juzgar por la altura de mi punto de vista, debía tener la edad de un bebé. En aquellas visiones sentía la compañía de mi familia, siempre atravesando un paso entre sombras que llevaban hasta un claro desde donde se veía el agua y la costa, con grandes rocas marrón, como esculpidas y anguladas, parecidas a las murallas del Morro.

Por mucho tiempo traté de buscar aquel lugar de mis sueños en la realidad. Le pregunté a arqueólogos que conocía por la existencia de lo que pensaba eran ruinas en la costa norte, más al oeste de Dorado. Busqué en mapas nuevos y viejos, no tuve éxito. Hasta que un día vi unas fotos en un proyecto de un estudiante que se parecían mucho a lo que veía en mis sueños.

Me explicó que aquellas formas eran lo que quedaban de las canteras donde los españoles extraían bloques para construir sus fortificaciones y que se encontraban en la costa rocosa norte, entre Manatí y Vega Baja. Como esto coincidía con la ubicación que percibía de mis sueños, me propuse explorar aquello, primero en mapas y algún día a pie, lo que no pasó dada mi necesidad constante de buscar el sustento.

Pero, un día llevé a mi padre a ver aves en la Reserva Natural Hacienda La Esperanza en Manatí. El intérprete nos acompañó en un recorrido por la costa que empezaba en la desembocadura del Río Grande de Manatí y seguía entrando y saliendo del bosque costero del lugar hacia el océano.

Sin que nadie lo advirtiera y sin jamás imaginármelo, de momento estaban frente a mí las formas escupidas de mis sueños, en las dunas cimentadas, flotando sobre el agua cristalina del Atlántico, justo después de salir del bosque, azotadas por el sol antes del medio día. No pude contener el asombro. Nuestro guía nos explicó lo que eran aquellas marcas y nos dijo que habían más a lo largo de aquella costa, hacia el este.

Poco después mi padre recordó el lugar y contó que habíamos estado ahí juntos cuando yo era un bebé, siguiendo la pista de un empleado suyo, quien le había recomendado las pozas de La Esperanza para visitarlas con la familia. Así resuelto, nunca volví a soñar con aquel misterio.

(3)

¿Cuántos sueños misteriosos más no nacerán en cada visita de una niña o de un niño a estos oasis de la memoria? Con cada pasadía en la playa o en el campo, se crean hoy las añoranzas del mañana, selfies compartidos, lazos con familiares ahora lejanos y nostalgias que alimentan el ser expulsado de estas islas (historias que se comparten más tarde en la vida).

No que tengamos que romantizar la parte de atrás del chinchorro que da al barranco, al río o la quebrada, ni el camino de las lechoneras y lo que de ellas se lleva la lluvia o es abandonado en la playa. Pero, ¿qué sería de los recuerdos de esta tierra si no existieran esos parajes donde son forjados?

Queda mucho por hacer, pero poco a poco aprendemos a apagar el televisor y a guardar el celular. Con cada tinglar que nace y es visto por una niña, se gesta una visión distinta de la tierra. Tomará décadas y generaciones cambiar lo que con empeño se insiste en destruir desde aquí o desde afuera. Eventualmente aprenderemos a ahorrar lo que invertimos en el ruido del jeep o en el juego con la muerte del fourtrack y su testosterona.

Quien hace su trabajo en estas tierras abriendo senderos, podando caminos o guiando por ellos a quien por primera vez escapa la monotonía del cemento y del horario funesto de lo cotidiano, escribe con su sustento historias que nunca conocerá, pero de las que a su vez forma parte.

Aunque a la distancia, quien poncha sus horas frente a la pared de la conservación también es parte de este futuro. Si no lo sabe o nunca lo ha disfrutado, pierde su tiempo camino a su vejez.

(4)

La tierra arrasada por los hacendados dio paso a urbanizaciones y shopping centers. La ironía de nuestra modernización es que fue el abandono de la agricultura por la industria lo que hizo que pudieran crecer de nuevo nuestros bosques. Es en esta contradicción, y afligidos por la culpa, que tratamos ahora de alimentarnos de los suelos, nuestro recurso más preciado (no todos somos herederos, somos más los desposeídos).

Quedan pocos asfaltadores de caminos de tierra, pero sobran aún los vendedores y repartidores de terrenos. También quedan dueños de fortunas que no han sido redimidas con cierres de compra venta. A esa obsesión por hacer lo que otros hicieron se suman ahora los poderes de la junta.

No existen las esencias abstractas, solo tenemos ese teatro físico, material, donde se ponen en escena los dramas más importantes de nuestras vidas en esta tierra: el descubrir del cuerpo infantil entre el arrullo infinito de las olas, los primeros amores descubiertos en esas playas o la vejez que ve tiempo pasar frente al mar o la montaña.

La conservación de estos escenarios para nuestro devenir no le pertenece a nadie, y a su vez, es de todas y todos. Por eso, al final, poco importarán los nombres en la escala geológica donde descansa la tierra (los apellidos mueren sobre los letreros).

Nuestra muerte es certera y con cada día que pasa corremos tras las horas para sobrevivir al final del mes. En las áreas naturales protegidas los mortales escapamos un poco de sus garras al vivir, le ganamos un poco la batalla. Quienes trabajan en estas o por estas, le alivianan un poco a los demás el peso de la vida y mantienen en línea el exceso de lo que se consume en el tiempo.

Para ellas y ellos, mis respetos.

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Un comentario en “áreas naturales protegidas

  1. Te sigo leyendo,
    que no es lo mismo que decir «te tengo leído»,
    ni tampoco «te estoy velando».
    Es más como decir «te escucho».
    Como también:
    «Te quiero bien.
    Quiero bienestar para ti.
    Lo que quiero es estar bien contigo.»

    Lo que describes es cómo cotidianamente
    nos arrebatan el Contigo.
    Mediante
    «…ese ritmo forzado por la falsa escasez
    y la mezquindad que maneja nuestra aristocracia.»

    Al igual que para nosotrxs,
    para «[q]uien intente arrebatarnos el Contigo»,
    también la muerte es certera.

    Que los últimos sean los primeros,
    y los primeros, los últimos.

    PS.
    «En las áreas naturales protegidas los mortales escapamos un poco de sus garras al vivir, le ganamos un poco la batalla.»

    No hay escape, pero sí es un respiro. No se puede vivir sin respirar.
    Para ellas y ellos, mis respetos. ¡A las trincheras!

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