-Javier Román Nieves
Los caudillos inventaron países que no eran viables ni en lo político ni en lo económico y que, además, carecían de verdadera fisionomía nacional. Contra las provisiones del sentido común, han subsistido gracias al azar histórico y a la complicidad entre las oligarquías locales, las dictaduras y el imperialismo.
—O. Paz
Ustedes han tenido la mala suerte de nacer, y en el país más loco del planeta. No le sigan la corriente, no se dejen arrastrar por su locura. Pues si bien la locura ayuda a sobrellevar la carga de la vida también puede sumarse a la desdicha.
—F. Vallejo
Era linda la canción de Calle 13. También lo eran el sueño de UNASUR y la Gran Colombia de Chávez. Este primer discurso de nuestra ideología—el delirio de la Tierra Prometida Latinoamericana—mantuvo su valor de cambio a lo largo del siglo 20 y tuvo cierto apogeo en las últimas décadas que ahora es retomado con la crisis de la deuda.
Pero, tras la muerte del caudillo, el desplome en los precios del petróleo y la continuación de políticas extraccionistas—junto a la corrupción sistemática en varios de sus países protagónicos (particularmente Venezuela y Brasil)—, esa ilusión dejó de existir más allá de la actual simpatía proforma en la ONU (cuyo valor habrá que ver). El porqué nos dedicamos (y algunos se dedican aún) a cultivar este sueño se debe en gran medida y paradójicamente al propio poder ideológico del Estado Libre Asociado.
Latinoamérica no existe, quizá nunca existió más allá de aquel sueño de Bolívar (asesinado por sus compatriotas) y revivido fugazmente por los petrodólares. Claro, existen países centro y sur americanos (ricos y pobres), culturas madres y culturas milenarias, también pueblos indígenas que sobrevivieron las guerras internas y que nada tienen (ni quieren tener) en común con nuestra cultura occidental moderna.
Aquella gran patria unida con el Krazy Glue de la lengua y la solidaridad era y es una falacia (si es que alguna vez no lo fue). La historia de los conflictos armados entre las naciones emergentes de Sur y Centro América—que se remonta a antes de que EEUU consolidara su territorio a mediados del siglo 19—debió ser un botón de prueba. Desafortunadamente, la identidad victimaria de colonizados y post-colonizados facilita culpar de todo mal al último imperio en turno y mantiene esa historia fuera de nuestro registro ideológico.
Tuvimos una oportunidad emancipadora ante el decadente imperio español, cuando los EEUU estaban todavía enfrascados en sus guerras internas de conquista (Guerras Indias) y luego en su propia guerra civil. Claro, se nos jodió por la confluencia entre la mala leche y nuestra propia cabronería.
Hoy, resulta ingenuo pensar que la deuda volverá a abrirla a priori o peor aún, que emanciparnos saldaría la deuda—aunque sí facilite negociarla—o que las naciones soberanas que nunca nos ayudaron cuando pudieron nos darán ahora una mano amiga desinteresadamente (prefirieron dedicarse a proclamar sus propios imperios y a pelearse entre sí por los límites de sus nuevas fincas).
Quienes piensan que teníamos que emanciparnos por nuestras propios medios, sin ayuda de nadie, ignoran la historia de los levantamientos armados de los pueblos. Además, con la boca es un mamey cuando fuimos el último bastión del viejo imperio y el botín de guerra del que le siguió, ocupados por más de un siglo por el ejército más poderoso del mundo.
Aún así, voces elocuentes—como nuestro Premio Rómulo Gallegos—se sorprenden por la burla discriminante de un taxista en una ciudad de aquella Latinoamérica que nunca existió. Lo que sorprende es su sorpresa, pues basta mirar la cantidad de gentilicios xenófobos que existen en Centro y Sur América para comprobar el producto histórico de sus oligarquías y de los odios que siguen existiendo tanto entre sus países, como entre sus gentes hacia otras etnias y pueblos indígenas.
Solo hay que fijarse en la continuación de la destrucción ambiental, la implementación de políticas opresivas de género, el fracaso económico de políticas populistas, el clientelismo y la corruptela sistematizada junto al continuo atropello de los indígenas en Venezuela, Brasil, Ecuador, México y en distinta medida en Colombia, Argentina, Nicaragua y Guatemala, para al menos cuestionarse la aceptación acrítica de aquel sueño que—de cara al golpe de facto en Brasil y al colapso del estado venezolano—es ahora puro delirio.
La persistencia de este sueño se debe al afán del independentismo—cegado por nuestra ideología—y a la obstinación del sector autonomista del estadolibrismo, quienes aún tras el escándalo de compra de combustible en la AEE siguen proclamando sobre el café en sombra que hay que mirar al sur. ¡No!
En su delirio de un destino manifiesto (y en las injusticias de atropellos reales aún irresueltos), estos sectores se negaron y se niegan aún a aceptar que el levantamiento armado que proclamó su sector nacionalista fue aplastado por las armas, y que el sueño que subsiste no es más que un remanente ideológico del mismo ELA (en su delirio de soberanía).
En ello se parecen a los ex-Estados Confederados del sur de los EEUU, quienes aún mantienen a esa nación agarrada con pinzas, al filo de la violencia y de la tensión social más desgarradora, aferrados a un país que ya no es. Pero claro, la historia está llena de fronteras dibujadas y desdibujadas.
Con estos aspectos de la realidad norteamericana consideraremos en una próxima columna el segundo delirio de nuestra ideología: la ilusión de que ese imperio venido a menos es un Disney hecho país.

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