antes que la doña me la cague

 

-Javier Román-Nieves

 (spoiler alert)

Ay pero que lenta, ¡yo no puedo con las películas lentas! Y como no tenía nada de acción, imagínate nena. Además, déjame decirte una cosa, esa rabieta de esa nena, yo se la quito encerrándola en un cuarto y jaltándola a bofetás. ¡Aaabeh-maríah!

-Esas cosas pasan así mucho en el centro de la isla, como han hecho tantos recortes ya no hay chavos para atender esos casos!

—Tres doñas saliendo del cine (la tercera no dijo nada)

Con ese chachareo empezó mi experiencia de Antes que cante el Gallo (2016) dirigida por Arí Maniel Cruz, vecino de niñez (muy a mi orgullo). Una de ellas nunca se enteró de que habían ido a ver un drama y no una película de acción. La otra evidentemente se consolaba con un “así son las cosas” ante la tensión que luego entendí que le queda a uno al salir de la película.

Déjame decirles algo, antes que me la cague la doña—pensé. Pero me dediqué a bajarme una sangría, mirar al Morro y olvidarme de mi dolor de rodilla, que todavía me molesta a dos semanas del resbalón en una rampa de impedidos de Plaza de Armas. Lo menciono, porque algo así pasa con esta película, y aquel cuchicheo—para el cual se tuvieron que sentar las doñas, además—era probablemente su manera de lidiar con esa angustia mantenida mucho después del final. El cuán prolongado sea ese efecto variará según la empatía que haya logrado Carmín, “la nena” (Miranda Purcell) en el espectador, pero está ahí también por el carácter circular de la trama, la cual termina donde empieza: un hogar rural post divorcio compuesto por la protagonista y su abuela (Cordelia González), quien hace todas las de su madre de crianza, claro.

Esa tensión elástica a través de toda la película es uno de sus logros principales. No sólo por lo sostenida que es, sino también por lo mucho que se desdobla hacia el tedio, hacia ese aburrimiento nihilista que tiene nuestra existencia en Puerto Rico. Este se empeora en nuestros rincones rurales y suburbanos, apaciguado solamente por el cigarrillo y los demás vicios, o por una licencia de conducir y un carro, aunque esté casi esbiela’o, como el que consigue el papá (José Eugenio Hernández); después que corra, que se joda (la desesperación de todo joven por huir y el chantaje sobre esa libertad de la tortura en el CESCO).

Más que los paisajes barranquiteños, el trabajo captura excepcionalmente la pesadez insoportable de esa rutina de la escuela a la casa, y cómo esta oprime todas las voluntades sin distinción. Lo hace a lo largo de buena parte de su inicio, desde que Carmín manda al carajo su puesta en escena típica vestida de jíbara, cambiándola por un garet y un iPod bajo la Ceiba Acostada del Cañón Las Bocas (que seguramente no le queda a un minuto caminando, pero pues eso hace el cine con las distancias).

Sin embargo, por más bien retrata que están las montañas, los interiores y los personajes por la fotografía (Santiago Benet)—la cual se acerca cuando se tiene que acercar y se aleja cuando hay que tener un respiro de los personajes—por otro lado el desenvolvimiento de la historia (Kisha Tikina Burgos) eventualmente hace a uno preguntarse qué tiene que ver esta con el setting escogido. En ello se abre una gran ambivalencia que realmente nunca se explica con nada y que se retoma en otros aspectos del film. En este caso, la ambivalencia con el setting hace que el espectador pueda despachar la fuerza del guión como una historia de campo más, algo que solo le pasa a la gente en el “centro de la isla”, como enunciara una de las doñas que por poco me caga la película.

En fin, rechazada aquella nostalgia cursilera de los especiales de navidad con que nos teasea la selección musical del inicio (Eduardo Cabra), la ennui se da en la cara con otro motif de la película: la religión. Contrario al tedio y al aburrimiento de Carmín, este componente es anclado por la abuela, pero se manifiesta ambigua y hasta burdamente con el personaje de la falsa profeta. Se plantea con esta una especie de sincretismo entre el pastor protestante de barrio y el líder de culto católico que se siente demasiado forzado, tanto así que proveyó el comic relief de la sala durante la proyección.

Que la pastora ciega tuviera la costumbre de chingar con su compinche a plena luz del día después de cada show religioso—como luego descubren Carmín y su amiguito—solo le añade awkwardness a esta construcción de la película que, en todo caso, posiciona al espectador urbano desde una superioridad moral sobre “la vida en el campo”.

La religión encuentra su paralelo a la tensión sostenida, y de manera más auténtica y convincente, en la disciplina y el conservadurismo de la abuela, ambas en constante choque con las exigencias de libertad de la adolescente. El único hiato a ello durante el buildup de la trama es la visita de la madre y su novio (Yamil Collazo). Su demasiada corta intervención añade más valor al flow de autenticidad en la actuación del personaje de Carmín y con el cual esta mantiene gran parte de la coherencia del trabajo (alrededor de sí).

Claro, en otros momentos esa autenticidad coquetea con el cliché, como en el caso del esposo de la chilla (Israel Lugo), quien aunque pasa como una actuación natural y convincente hasta lo detestable (¡este tipo!), también se desdobla en ocasiones hacia la caricatura, como con la pastora ciega. Quizá es imposible evitarlo, aunque peque también de ambivalente en esto (¿era al final la pastora ciega un personaje serio dentro de la película o un cameo humorístico? ¿qué tal el papito que le tiene el ojo puesto a Carmín y que se aprovecha de ella cuando está borracha?).

En fin, que desaparecida la madre del panorama, se estira el tedio desesperantemente hasta la llegada del papá, con quien se desarrolla el resto de la tensión de la historia hasta su resolución. Si bien el problema es obvio y los ingredientes para su complicación fácilmente identificables (hija de padre ausente descubriendo su sexualidad finalmente lo conoce, complejo de electra encendí’o, pero él se enamora de otra mujer), su desenlace no es tanto así, aún cuando usaran la carga con el machete de Carmín en el trailer.

Pues nada, eso. La nena se obsesiona con esa relación, los coge chichando en su spot favorito y va a chotearlos con el esposo de la chilla. La escena climática es realmente anti-climática pues en lugar de encararlos con el machete, nunca hace nada realmente con este y va a darse una beer con el dude, pa’cabar de joder (¿verdad?). Luego su pai se entera, obviamente, y va y hace lo que decía la doña saliendo del cine que hubiera hecho ella con la nena: la encierra en el cuarto y le da una pela.

Como era de esperarse, sigue una escalada de violencia entre el papá y el esposo de la chilla después de la choteada de Carmín que es resuelta fuera de escena. Después la policía llega a a la casa para llevárselo arrestado y todo vuelve a donde empieza: el hogar rural post divorcio compuesto por la nena y su abuela.

De manera que la película termina con otro retorno a la misma ambivalencia con el que el guión se acerca a tantos temas y problemáticas planteadas. Aunque la incertidumbre con el futuro de Carmín es lo que le da el toque angustioso a esa tensión al final, se mantienen demasiadas preguntas acumuladas a lo largo de la película, ¿cómo transcurriría esta historia en Torrimar? Si la religión es un fiasco que merece ser burlado pero también es la fortaleza que mantiene el hogar a flote, ¿qué nos llevamos de la historia?

Igual pasa con la sexualidad de Carmín y su relación con su padre, ¿dónde y cuándo se tira la línea entre el amor filial y la sexualidad del individuo? ¿qué nos quiso decir la autora? Aunque la capacidad de poder dar múltiples interpretaciones a un trabajo es una de las características que siempre se le atribuye mucha obras de arte, a veces la ambivalencia en la intención hace correr el riesgo del double speak.

En el caso de Carmín es donde mejor se ve esto: ¿es una heroína ambiciosa que sobrellevará el tedio y sus carencias afectivas o es una histérica descontrolada que nunca saldrá de la casa de su abuela? ¿Encontrará el sentido de lo que siente y podrá escapar del campo como una mujer independiente y no religiosa o sucumbirá a su complejo de electra sustituyendo a su papito con el moreno de ojos claros que le puso el ojo encontrando en un embarazo prematuro su única salida de esa casa y de Barranquitas? ¿Qué visión de la mujer y lo femenino es presentada por la película? Es difícil para el espectador posicionarse fuera de sus propios prejuicios y no encontramos suficientes pistas para tan siquiera plantearnos algo, otra cosa. Quizá por eso por poco me la caga la doña.

Antes que cante el gallo es una película obligada, no solo por sus méritos de producción y como retrato, sino por todas las discusiones que puede generar sobre nuestra cultura actual, sobre cómo se hace cine, cómo se consume y qué significa socialmente. Al final, una película puede gustarle o no a uno, pero solo las buenas películas dan conversación. Esta es una.

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Promo «Antes que cante el gallo»

 

 

 

 

 

 

Un comentario en “antes que la doña me la cague

  1. La ambivalencia alcanza al título: ¿se trata del gallo que le canta a las adolescentes y anuncia su pubertad o el gallo que al cantar marca el instante de la traición, la de padres, religión, maestros…?

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